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Villa-Devoto

A 30 años de la caída de Mike Tyson a manos de Buster Douglas.

“Iron Mike” parecía una máquina, hasta que falló, como cualquier otra. Fue en Tokio, a puños de Buster Douglas, tras una mala preparación.

La discusión en Japón, por aquellos días, era si valía la pena pagar una entrada por una pelea que seguramente no duraría más de dos o tres rounds. Dos años antes, las 55.000 personas que habían colmado el Tokio Dome solo habían visto seis minutos de acción antes de que Tony Tubbs sucumbiera ante la potencia de los puños de Mike Tyson. Se presumía que un camino similar recorrería James Buster Douglas, un desconocido al que casi todos deseaban ver ganar, pero en quien casi nadie depositaba siquiera una pizca de confianza. Salvo él.




Aquel 11 de febrero de 1990, una de las butacas de la primera fila del ring side del Tokio Dome estaba ocupada por un ególatra y multimillonario empresario inmobiliario estadounidense llamado Donald Trump. Cerca de él se acomodaban Mick Jagger, Keith Richards, Ron Wood y Charlie Watts. Tres días después, los Rolling Stones​ darían en ese estadio el primero de los 10 shows que brindarían en dos semanas en la capital japonesa como parte de la gira de presentación del álbum Steel Wheels. Todos estaban allí para ver la décima defensa exitosa de Tyson. Pero...

El campeón, el que a los seis años se había salvado por un pelo de ser linchado por robar palomas en Brownsville, uno de los barrios más ásperos de Nueva York; el que a los 12 había conocido la dureza del reformatorio y el que más tarde, y gracias al boxeo, había ganado 71 millones de dólares en un año, no había llegado bien preparado a Tokio. El final de la tormentosa relación con la actriz Robin Givens, su primera esposa, y las dificultades para conseguir rivales había desenfocado a Iron Mike.

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La primera señal de alerta había surgido un par de días antes del combate, cuando Greg Page, uno de sus sparrings habituales, había derribado durante una sesión de guanteo al hombre que parecía invencible, al campeón de peso pesado más joven de la historia, al que había ganado sus 37 combates profesionales, 33 de ellos por nocaut y 17 en el primer round. El promotor Don King se había encargado de secuestrar las grabaciones de esa caída, salvo la de un canal japonés, cuyo camarógrafo logró sacar del gimnasio el tape escondido bajo su ropa interior.

Pese a ello, Tyson, dueño de los cinturones de la Asociación Mundial de Boxeo, el Consejo Mundial de Boxeo y la Federación Internacional de Boxeo, era superfavorito. Por sus pergaminos y por los escasos antecedentes de su rival de turno. Hijo y nieto de boxeadores, Douglas había construido, a los 29 años, una carrera sin grandes hitos que incluía 28 triunfos, cuatro derrotas y un empate. En su único intento mundialista, había sido noqueado por Tony Tucker en Las Vegas en mayo de 1987.



Para colmo, el púgil de Columbus había viajado a Japón tres semanas después de la muerte de su madre, cuatro meses después de que su pareja lo abandonara y mientras su exesposa, la madre de uno de sus hijos, estaba cursando los momentos más traumáticos de una enfermedad incurable. “Mi fe en Dios me ha hecho más fuerte”, aseguró Buster días antes del combate.

Contra todos los pronósticos, el retador no cayó en el primer round. Ni en el segundo. Ni en el tercero. De hecho, dominó el primer segmento del combate gracias su jab, que le permitió mantener a distancia a Tyson. Recién a partir del quinto asalto, cuando su ojo izquierdo estaba casi cerrado, el campeón pareció encender la maquinaria.

En el cierre del octavo round y a la salida de un clinch, un escalofriante uppercut de Tyson derribó a su adversario. El árbitro Octavio Meyran, desafortunado protagonista de esa velada, llevó la cuenta hasta nueve antes de dar el pase al retador tambaleante, pese a que en realidad habían transcurrido 13 segundos desde que había tomado contacto con el tapiz. El conteo en cámara lenta del mexicano y la campana salvaron a Douglas del nocaut.

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Era la señal de que en aquel mediodía japonés la mesa no estaba servida para el noqueador de Brooklyn. Después del descanso, Douglas volvió renovado, en el noveno asalto dominó a un rival agotado y en el décimo paralizó al planeta del boxeo: un uppercut de derecha fue el principio del fin y una sucesión de golpes que terminó con un cross de zurda remató la faena. Meyran, esta vez más riguroso en el conteo, dijo “no más”. Los 38.000 presentes en el Tokio Dome se debatían entre la celebración y la incredulidad, al igual que el nuevo campeón. A las 13.06 del 11 de febrero de 1990 había caído el reino de Mike Tyson.



Sin embargo, tanto la AMB como el CMB se negaron a reconocer inmediatamente al nuevo monarca. ¿El argumento? La deficiente actuación del árbitro, quien allanó el camino para que la victoria de Douglas se pusiera en duda. “Me equivoqué, pero no sé por qué”, dijo Meyran apenas terminado el combate. “Soy el campeón porque lo noqueé antes de que me él me noqueara”, argumentó Tyson.

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Tras diez días de cabildeos, los dos organismos consagraron como dueño de los cetros a Buster, quien apenas los conservó ocho meses y medio: en su primera defensa, fue pulverizado por Evander Holyfield en Las Vegas en apenas tres rounds. Nunca volvió a protagonizar un gran combate. Con aquel ante Tyson fue más que suficiente.

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