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Villa-Devoto

El crespón: el árbol oriental que florece en enero y lo ves en las calles de Devoto.

Es una especie originaria de China, Japón e Indochina. Dicen que los primeros ejemplares fueron los del Jardín Botánico. Hoy se lo ve en calles barriales, con sus flores lilas y blancas.




¿Puede un árbol dar alegrĂ­a? Puede. Tanto para los que nacieron en el campo como para los que crecieron en una casa conurbana o para los porteños criados en balcĂłn. Pasa con el jacarandá en noviembre, cuando es imposible recorrer las calles sin maravillarse, asĂ­ sea desde la ventanilla de un colectivo. O en otoño, cuando las hojas caen y los chicos saltan y se divierten haciĂ©ndolas crujir. Pero es enero, los árboles ya no están lilas ni las veredas llenas de hojas, y pareciera que en este mes no hay sorpresa. Aunque sĂ­. El asombro lo provoca un árbol que llegĂł de China y se instalĂł en los barrios de manera silenciosa: el crespĂłn.

Sus flores son fucsias, violetas, lilas, rosas y blancas. De lejos, parecen racimos. De cerca, pirámides de papel crepé: arrugadas y con bordes ondulados. Necesitan sol pleno para aparecer y lo hacen sólo ahora, en enero, mientras la mayoría de los árboles están estancados en un verde monocromo.

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El crespón casi no se ve en avenidas. Tampoco existen líneas eternas de crespones para admirar a lo largo de varias calles. Se lo descubre de golpe, al doblar en una esquina o al cruzar. Aparece de a uno, a lo sumo de a dos por cuadra. Está ahí donde el tránsito de Caballito pierde frenesí, en pasajes de Parque Chacabuco, en las calles circulares de Parque Chas o en Villa Devoto, a metros del límite con Provincia. Se calcula que en toda la Ciudad hay más de 10.500 ejemplares.



Cómo llegó es un misterio. El crespón es un árbol fuera de programa. Su origen está en China, Japón y la península de Indochina. Hacia 1747 fue introducido en Europa. Desde ese continente saltó a nuestro país. En el Jardín Botánico hay crespones centenarios, del temprano 1900.

“El jardĂ­n fue pensado por Carlos Thays para mostrarle a los habitantes la mayor cantidad de especies de árboles. Probablemente el crespĂłn llegĂł primero al JardĂ­n Botánico y desde acá se expandiĂł de a poco al resto de la Ciudad”, dice Graciela Barreiro, ingeniera agrĂłnoma. Desde hace 10 años es la autoridad máxima del JardĂ­n y, como cualquier profesional, se maneja con evidencias. Por eso aclara: “Es una hipĂłtesis porque al no haber registros, no hay certezas”. Y sigue: “En las calles porteñas no es un árbol histĂłrico, sino moderno. De las dĂ©cadas del 40 o 50. ApostarĂ­a a que empezĂł a introducirse de la mano de viveristas alemanes, holandeses e italianos que lo trajeron”.



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Sobre el crespón en Buenos Aires todas son especulaciones. Aunque hay un dato cierto: en los últimos años empezó a incluirse en el arbolado urbano. Dentro del Parque Avellaneda, en una cúpula blanca, hay 50 macetas con crespones. Todos, nacieron de un árbol madre de flores rosas. Al espacio, una estructura redonda de varillas flexibles y cubierta por una lona, lo llaman domo. De ahí, salen parte de las plantas y árboles que van al espacio público.

“Se lo puede cultivar como arbusto o como árbol. En la Ciudad se usa en veredas que no superan los 2,5 a 3 metros de ancho. Por ser de porte chico, es ideal para veredas de pasaje”, explica Jorge Serángelo, un tĂ©cnico botánico con más de 30 años entre árboles. Trabaja en el domo y, al igual que Barreiro, cree que el crespĂłn llegĂł al paĂ­s a principios del siglo XX, a travĂ©s del objetivo de Thays de armar un “museo de plantas y árboles” en lo que hoy es el JardĂ­n Botánico.



Los dos tambiĂ©n comparten que la belleza del árbol excede a sus flores: “Su corteza es muy hermosa. Parecida a la del arrayán, con tonalidades amarillas y naranjas, y escamas. Sus hojas tambiĂ©n son fascinantes. En invierno, antes de caer, adquieren tonos otoñales, incluso rojos”, dicen. Pero en un punto discrepan.

Para Barreiro el crespĂłn no es tan apto para la vida urbana. “Es muy susceptible al ataque de pulgones y al oĂ­dio (un hongo)”, dice y explica que hay distintas hipĂłtesis sobre esta debilidad. Para ella puede estar relacionada con el clima porteño: “un poco más hĂşmedo de lo que este árbol necesita”. Y recomienda a los vecinos estar atentos para pedir ayuda y frenar el avance de la enfermedad. Con tratamiento, es sencillo volver a tener un crespĂłn sano.

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La periodista y escritora Laura Haimovichi es una de esas personas atentas. En su vereda hay un crespĂłn de flores blancas. “La floraciĂłn me sorprendiĂł hace unos dĂ­as cuando volvĂ­a caminando a casa. Verlo me dio alegrĂ­a y ganas de compartir su belleza. No pude ni quise frenar ese impulso”, dice. Y se refiere al momento en que tomĂł su celular, lo puso en modo cámara, sacĂł una foto y despuĂ©s la subiĂł a Facebook.

Años atrás, lo plantĂł con su marido. “Lo hicimos porque tenĂ­amos la secreta intenciĂłn de incentivar a otros vecinos a que lo hicieran, algo que en parte logramos. Creemos que este tipo de gestos son contagiosos”. Está convencida de que los negocios inmobiliarios y la ignorancia, que a veces van de la mano, provocan que cada vez haya más cemento y menos verde en la Ciudad. AsĂ­ lo dice y por esas razones decidiĂł involucrarse: riega el crespĂłn y lo poda. TambiĂ©n lo cuida de las hormigas. Y lo mantiene unido a un tutor que lo sostiene firme. Su vĂ­nculo con el árbol es los 365 dĂ­as del año, pero ahora, en enero, se vuelve todavĂ­a más intenso: “Para mĂ­ las flores del crespĂłn son como joyas o souvenirs de la naturaleza”.

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