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Villa-Devoto

Corsos y comparsas del barrio, un festejo que sigue vivo.

BARRIO

Las tan queridas comparsas siguen después de muchísimos años alegrando los barrios.

Los históricos, como Boedo y Villa Urquiza, reúnen más gente. Perduran las guerras de espuma y en algunos no venden alcohol.



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Corsos y comparsas del barrio, un festejo que sigue vivo.
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1/3/2018

“¿Ves? Esto es el carnaval…”, dice Sebastián Fossaceca, uno de los organizadores del corso de Villa Devoto, y señala a los grupos de chicos corriendo y jugando a la espuma, a los papás que hacen fila para comprar una hamburguesa o un choripán, a los vecinos que se saludan y se quedan charlando, a las familias que llegan con las viandas y comen sobre el pasto. “Las murgas acompañan; pero el Carnaval es el ambiente familiar, el vecino disfrutando la plaza de noche”, agrega.

Son las ocho de la noche del sábado y la primera parada de la recorrida por los corsos porteños es en la plaza Ricchieri. En toda la ciudad, y durante febrero, las opciones en los barrios son treinta. 102 murgas, integradas por unos 5.000 vecinos, protagonizan un festejo del que, cada año, participan entre 1 y 1,2 millones de personas en todo el mes.



El lugar parece ideal para un corso de barrio. Por un lado, no hay corte de calles. Otro punto a favor es la variedad de ofertas: hay una canchita de fútbol cercada por un alambrado, una calesita, juegos, equipos de gimnasia. Los vecinos llegan en familia y comen sobre las mesas de la plaza. Otros se tiran sobre el pasto y comparten la cena. No faltan las reposeras o sillitas.

Los únicos que tiran la bronca son los que viven de los edificios de la vereda de enfrente, sobre Beiró. Por los ruidos. La primera murga es de Palermo, la segunda de La Paternal, la tercera de Monserrat. Entre presentación y presentación, el DJ pasa temas del cuartetero Ulises Bueno.

Fossaceca dice que el público que está sobre las vallas sí es amante de las murgas. Son fanáticos que vienen cada año. “Llegan tempranito y colocan las sillitas, como guardando el lugar. Toman mate, comen facturas y se pasan el día acá. Para muchas familias es un buen plan: se arman una vianda, compran dos espumas para los nenes y zafaron la noche. Hicieron algo distinto con poca plata”.

En Villa Urquiza el corso es sobre Triunvirato. Desde Olazábal hasta Monroe. Sus organizadores cuentan que los picos son de 6 mil personas. Por el escenario, además de murgas y comparsas, han pasado grupos de cumbia. A diferencia del de Devoto, aquí llegan vecinos de distintos barrios. Miguel Ángel Aguirre, el animador del corso, dice a cada rato que el evento fue elegido como el mejor del carnaval pasado.

Hay vecinos de Urquiza, de barrios vecinos y que cruzaron la General Paz. También se sienten tonadas venezolanas y colombianas. Hay familia con banquetas y bolsas térmicas para las gaseosas y cervezas. A los jubilados se les asignó un lugar especial; lo mismo para los discapacitados.

Acá los locales son los Fantoche. El director de la murga se llama Ángel “Banana” Fontana. Tiene 60 años y empezó a los 4. Lo primero que hace es enumerar a los barrios porteños más murgueros de la zona: Saavedra, Villa Urquiza, Palermo, Abasto, Almagro. “Acá, en el barrio, ya había corsos en la década del 30”, afirma. “Sobre Triunvirato comenzaron en los 80. Y nosotros los organizamos desde 1997. Llegamos a tener diez murgas del barrio”.

Para Fontana el corso de Urquiza es tradicional por varios aspectos más allá de lo histórico: por el fácil acceso, porque no está identificado con ningún club de fútbol y eso hace que puedan tocar todas las murgas. Otra que cuenta a favor es que tanto los vendedores de espuma y comidas, como los de seguridad, son vecinos. “Prohibimos la venta de alcohol. Si encontramos a alguien consumiendo le pedimos que se vaya a la vuelta. El corso es familia. Somos vecinos cuidándonos entre vecinos”.

“…Vengo del barrio de Boedo/ barrio de murga y carnaval…”, cantan los hinchas de San Lorenzo cada fin de semana. Son casi las 24 horas y las cuatro cuadras del corso de la avenida Boedo son un claro ejemplo de lo que afirman en ese canto. Mientras sobre el asfalto suenan los cerca de 50 bombos de “Los Chiflados de Boedo”, se hace difícil caminar por las veredas: primero por la cantidad de gente, segundo porque hasta los grandes juegan a tirarse espuma. Hay espuma hasta en las fachadas de los comercios. Los nenes están como locos: corren y se agarran y se esconden atrás de lo que sea para no ser bañados en espuma. No hay uno que esté con el celular.

Andrés está a metros de la esquina de Estados Unidos y Boedo. Vino con la mujer, su hija, su yerno y sus nietos. En total son siete. Son de Villa Fiorito.

“Hace más de cinco años que vengo. No falto un solo día; tengo algunos corsos más cerca de casa, pero acá me siento más seguro. Noto seguridad y puedo estar tranquilo por mis nietos”, dice “su lugar”: pegado a un cartel de publicidad. Aquí, cada noche, coloca cuatro sillas, una mesita de plástico donde apoya una picada y una cajita de telgopor en la que guarda una botella de fernet y una de Coca de segundas marcas. No es el único que llega equipado. A la vuelta, sobre Estados Unidos, hay otra mujer con sus hijas. Y a treinta metros otra familia disfruta del mismo ritual, delante de una camionetita utilitaria. Beben y pican algo mientras los chicos juegan. Como en las viejas épocas, donde todo se hacía en la calle y no existían los celulares. Como si el tiempo, por algunas noches, no hubiera pasado.

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